MAGA - CAPITULO I DE LA NOVELA DE DANIEL COLLAZOS BERMÚDEZ

1:03 p.m.


MAGA
PRIMER CAPITULO DE LA NOVELA
DE DANIEL COLLAZOS BERMÚDEZ

I
Pareidolia


Nunca lo vi, pero cada noche sentía su presencia en mi habitación. Su alargada sombra sobre la pared era lo único visible.
Las madrugadas de verano eran las peores. Mi mamá me obligaba a dormir en un corto camisón y sin ropa interior. Apenas dejaba que me cubriera con unas delgadas sábanas. Después de darme las buenas noches, apagaba la luz y el cuarto quedaba en penumbra. Me tapaba de pies a cabeza. El miedo era más fuerte que el calor. En las mañanas mi cabello amanecía mojado de sudor, y las sábanas, húmedas.
La peor de todas las noches fue la anterior al día que nos mudamos. Sentí que «él» se había atrevido a acercarse a mi cama y que con su mirada lograba atravesar la sábana. Me sentí desnuda y me acurruqué en posición fetal. Se sentó a mi lado, pero el colchón no se hundió. Quise gritar para llamar a mis padres, pero ya era tarde. Algo me decía que su rostro estaba al lado del mío. Cerré los ojos y recé para que no me tocara. No pasó nada durante bastante rato y me quedé dormida.
—¿Viste a esta presencia en la nueva casa? —interrumpió Javier Asato, conductor radial del programa La Nave Dimensional y experto en casos paranormales.
—Gracias a Dios, no me siguió —la mujer suspiró—. ¿Qué crees que haya sido?
—Veamos. Parece que no te quedabas dormida con facilidad. Tenías ese miedo a la oscuridad que todos sentíamos de niños.
—Sí, pero era peor porque, cada vez que no había luz en mi cuarto y estaba sola, aparecía la sombra del hombre.
—Entiendo —Javier hizo una pausa—. Me imagino que había una ventana en tu cuarto.
—Sí. Daba al patio trasero —contestó intrigada—. ¿Crees que por ahí entraba ese ser?
—¿Había un árbol?
—Sí, Javier —exaltada, se apresuró en responder—. Yo también creo que todo tenía que ver con eso. He leído que los duendes y otros seres viven en los árboles.
—Tenías ocho años. ¿No podría ser tu imaginación?
—Te juro que no. Te acabo de contar de la noche que lo sentí acercándose a mi cama.
—Podría ser pareidolia —dijo pacientemente.
—¿Es el nombre de un demonio? No me digas eso, Javier —dijo asustada—. Seguro era porque todavía no había hecho la primera comunión.
—Tranquila — rio con amabilidad—. Pareidolia es un fenómeno psicológico. Suele sucedernos al ver una mancha en una pared, por ejemplo. Nuestro cerebro busca identificar la forma y la interpreta usualmente como un ser antropomorfo. En lo que nos cuentas, es muy probable que la sombra que proyectaba el árbol del patio sobre la pared te pareciera la de un hombre, pero en realidad no era nada.
—Pero, estoy segura de que esa noche se acercó a mi cama.
—A ver, Julia —respondió con paciencia—. En este programa radial hablamos sobre eventos paranormales, pero también es nuestra responsabilidad encontrar la verdad. Así como abrimos nuestra mente para temas sobrenaturales, también debemos aceptar que hay cosas que tienen explicaciones muy sencillas. No te preocupes tanto. Gracias por tu llamada, Julia. Queridos amigos, nos toca hacer una pausa comercial. Ya regresamos.
Margot dejó de atender la radio del auto, pisó el freno con cautela ante la luz roja del semáforo. La pista aún estaba mojada, aunque la garúa había cesado. Pulsó el interruptor de las plumillas para detenerlas. Algunas gotas se deslizaron por el parabrisas. En la calle, la espectral neblina se adueñaba de la madrugada, ahuyentado a transeúntes y otros conductores.
—¿Crees en las cosas que dice ese programa de radio? —preguntó el pasajero que llevaba en el asiento trasero.
Ignorándolo, Margot acomodó su corta cabellera hacia atrás. Anhelaba el cambio de luz en el semáforo para terminar el servicio y seguir con el siguiente. Odiaba relacionarse con los pasajeros de su taxi. Prefería escuchar la radio y pensar en cómo recuperar los retazos perdidos de su amnesia parcial.
—Antes yo era escéptico, pero la gente cambia —insistió el hombre. Ella siguió sin responder.
Por un instante pensó en pasarse la luz roja. No quería hablar. Ya tenía suficiente con las tontas conversaciones diarias que debía sostener con doña Laura, la mujer mayor con quien vivía. Aquella que decía ser su tía y que no recordaba conocer.
Las lagunas mentales ofuscaban a Margot. Desde el día que despertó del coma, Octavio, un psiquiatra amigo de doña Laura, le sugirió que, para recuperar la memoria, debía aprender a confiar en quienes se preocupaban por ella. Margot puso resistencia muchas veces. Eso la llevó hasta la Policía, que corroboró la historia que doña Laura le contó. Margot había sido asaltada y golpeada. La fuerte conmoción cerebral que la dejó en coma era también la causante de la amnesia parcial que sufría desde hacía meses.
Debido a su estrecha amistad con doña Laura, Octavio se ofreció a tratar a Margot cada martes por la mañana. Como parte del tratamiento, recomendó el trabajo en el taxi. Aseguraba que, si ella transitaba por las calles y avenidas, algún detalle podría hacerla recuperar muchos de sus recuerdos.
La luz verde del semáforo despojó a Margot de sus pensamientos. Puso rápidamente el auto en marcha y continuó con la ruta.
—¿No te da miedo trabajar de madrugada? —volvió a intervenir el pasajero acomodándose inquieto en el asiento de atrás— Ya sabes cómo están las calles ahora. ¿Lo prefieres porque no hay tráfico?
Al oír que la pausa comercial de la radio había terminado, Margot pensó que el locutor de la radio volvería a atrapar la atención del pasajero y dejaría de hablarle. De pronto un chasquido metálico se oyó dentro del auto. Al mirar por el retrovisor, vio el rostro del pasajero iluminarse al encender un cigarrillo con un mechero Zippo. La llama develó el corte de cabello estilo militar y los ojos achinados del pasajero de porte atlético. Pensó decirle que apagara el pitillo. El auto le pertenecía a Octavio y estaba prohibido fumar en él. Sin embargo, lo permitió. El olor del tabaco quemándose le pareció agradable y familiar.
—¿No te gusta hablar? Últimamente a mí tampoco. Se me quitan las ganas cuando oigo a alguien durante mucho rato —al abrir su ventana para arrojar las cenizas del cigarrillo, el frío de la noche penetró en el interior del auto—. Pero hoy he decidido hablarte porque me das mucha curiosidad. Cuéntame, ¿por qué usas el pelo tan corto, como si fueras hombre? ¿Eres lesbiana?
Aunque disfrutaba del olor del humo, estaba harta del pasajero, por lo que decidió acortar camino y condujo el taxi hasta la vía expresa del circuito de playas. Por la cercanía al mar, la espesa neblina del invierno dibujaba aureolas de luz sobre los postes de alumbrado público. Al ver la pista libre de tránsito, Margot aceleró hasta ciento veinte kilómetros por hora, sin importarle la pista mojada.
—Supongo que no debería juzgar un libro por su portada —el pasajero hizo una pausa para fumar su cigarrillo compulsivamente. Antes de terminarlo, lo arrojó a la calle por la ventana de al lado— Cuando solicité el taxi por medio de la aplicación del teléfono celular,
vi tu nombre y tu retrato. O sea, el título del libro y la portada. ¿Sabes qué es lo curioso? Yo ya había hojeado algunos de tus capítulos antes de conocerte, Margot. Me faltan muchos, como los referentes al sexo. Quizá tú tampoco sepas si te gusta chupar o lamer —el pasajero se acercó al asiento delantero y colocó el cañón de una pistola sobre la cabeza de Margot—. ¿Crees que te va mal con tu pérdida de memoria? —resopló— Ni siquiera recuerdas qué es tener problemas. Estaciónate —ordenó con severidad—. ¡Cállate! —gritó el pasajero perdiendo la calma. Sin girar la cabeza, Margot lo miró por el espejo retrovisor. El pasajero dirigía su cabeza hacia un lado del asiento— ¡Estoy harto de ti!
—El auto tiene rastreo satelital —Margot mintió, tratando de ser convincente, a pesar del temblor de su voz. Si el pasajero sabía sobre ella y hablaba con alguien invisible, debía ser paciente de Octavio.
—¿Crees que me importa que venga alguien? No vamos a demorar tanto. Cuando decidiste venir por aquí, me lo pusiste muy fácil. No eres tan inteligente como él me dijo. ¡Busca un lugar y estaciona! ¡Apúrate!
Las manos de Margot sudaban y la sien presionada por el cañón del arma le latía. No tenía duda de que el pasajero en su demencia usaría el arma sin remordimiento. Bajó la velocidad del auto y obedeció, ingresando en un solitario estacionamiento frente a la costa. Detuvo el vehículo poco antes de que empezara la playa cubierta de piedras. El pasajero le ordenó que apagara los faros del auto y todo quedó en penumbra. Por un momento, Margot confundió el sonido de las olas del mar con los susurros incomprensibles del pasajero que discutía con un ser invisible.
—¡Baja del auto, zorra de mierda! Pórtate bien y no corras. A ver si afuera logramos estar solos para hablar.
Seguida por el pasajero, Margot caminó por la playa empedrada. Al pisar algunas rocas, todavía mojadas por la llovizna, estuvo a punto de resbalar. Aunque sus botas no tenían tacón, las suelas no eran antideslizantes. El viento helado impactó contra el bivirí que llevaba puesto debajo de la chaqueta de cuero. Quiso subir el cierre para abrigarse, y el pasajero ordenó a gritos que mantuviera las manos arriba y que se detuviera a unos pasos de la orilla.
—Sé mucho de ti, Margot, y tú ni siquiera sabes que me jodiste la vida. ¿Sabes a cuántas personas he matado? —preguntó caminando con dificultad sobre las piedras, hasta colocarse frente a ella. Continuó apuntándola con el arma. Sin permitirle responder, habló aceleradamente— Yo tampoco sé cuántos por tu culpa, maldita puta —empuñando el arma con firmeza, el pasajero tomó la parte inferior de su camiseta con la otra mano y la subió mostrando sus abdominales— ¿Ves lo que me has hecho? ¡No tengo ni una maldita cicatriz, gracias a ti!
—No entiendo qué hice. No te recuerdo —dijo asustada—. ¿Conoces a Octavio?
—Por cada maldito ser humano que maté, llevaba un corte en mi cuerpo. Ya no tengo nada. ¡Nada! Todo mi trabajo se ha ido a la mierda —sobó su estómago desesperadamente y dejó que la camiseta volviera a cubrirlo—. Me ha curado de cada cicatriz. Cada corte que me hago se borra automáticamente. ¡Parezco un personaje de historieta! —gritó furioso— Me curo como el maldito Wolverine. Nadie va a respetarme como asesino en serie. Ni siquiera yo lo hago. Soy como una estúpida virgen sin mis cicatrices. ¡Es tu culpa!
—No me dispares, por favor —suplicó estirando sus brazos hacia el pasajero—. Llévate el auto si quieres. Las llaves están puestas. No diré nada.
—¡Tú me pasaste la maldita peste! No dejo de oírlo hablar día y noche. No lo quiero conmigo. ¡Dice que esta es la única forma de librarme de él! —el hombre dejó de apuntar a Margot y se colocó el cañón del arma sobre la cabeza— Si me disparo, mi herida se cura y resucito, te juro que voy a matarte, Margot. No voy a soportar oírle decir tu nombre una vez más. Estoy harto de él y de ti.
—Yo también estoy cansada de Octavio. Tranquilízate y quizá podamos ayudarnos.
—Si eso vuelve a ti, espero que te lleve al infierno en el que me tuvo secuestrado —se disparó.
Impresionada por el estruendo y el cuerpo impactando sobre el suelo, Margot retrocedió y resbaló. Al caer sobre el piso, no sintió dolor. La superficie que la recibió, no era dura como imaginó, sino blanda. Antes de que pudiera comprender lo que sucedía, un rumor fue opacando el sonido de las olas. El piso empezó a sacudirse como en un temblor. Apoyó las manos para levantarse y no encontró las rocas que cubrían la playa. Atónita, se acercó para distinguir sobre qué estaba sentada. Aunque pensó que su cerebro le jugaba una mala pasada, comprendió que lo que ocurría no era un temblor. La playa estaba cubierta por corazones empapados de sangre y que latían disparejos.
Desesperada por levantarse sobre la irregular superficie en constante movimiento, giró el cuerpo y se puso de rodillas. Al apoyar la mano sobre el terreno, inevitablemente, tocó uno de los órganos. La textura gelatinosa y las venas bombeando desenfrenadas vibraron en su palma y dedos. Nerviosa, estrujó el corazón y sus uñas pincharon las arterias, salpicando un flujo espeso. Al soltarlo, quiso limpiar su rostro con la mano, percatándose tarde de que esta también estaba llena de sangre y que aquello no hizo otra cosa que ensuciarla más.
Luchando contra el terror que la invadía, trató de ponerse de pie, pero el palpitar de los corazones la mantuvo cerca del suelo. Margot supo que la única alternativa para salir de aquel infierno era gateando.
El auto parecía estar más lejos de lo que recordaba. Lágrimas cayeron de sus ojos, la sensación de vacío se apoderó de su estómago y sus brazos se sentían debilitados. Perdería el conocimiento en cualquier momento. Escupió, gruñó y sacudió la cabeza para alejar cualquier sentimiento. Cerró los ojos y gateó veloz, oyendo desagradables ruidos y sintiendo en sus manos la superficie viscosa. Algunas veces sus brazos se hundieron entre la unión de los órganos. Al sentir el áspero pavimento, se levantó de un salto y corrió al auto.
Abrió la puerta y el foco del techo iluminó el interior.          Se quitó la casaca, la arrojó al asiento del copiloto y refregó sus manos ensangrentadas contra la camiseta blanca que usaba. En el retrovisor creyó ver a alguien sentado en el asiento trasero. Cuando cerró la puerta, la penumbra reinó dentro y, al voltear, se halló sola. Sin buscar explicaciones, encendió el motor y los faros. Puso marcha atrás y salió del estacionamiento a toda velocidad. Al encontrarse en la autopista, pisó el acelerador con fuerza hasta dejar la playa atrás.
Durante unos kilómetros no quitó la mirada de la pista y manejó guiada por la costumbre. En un parpadeo notó que la próxima salida de la Costanera estaba cerca. Trató de calmar la respiración y se miró en el espejo retrovisor. Su rostro estaba limpio. Levantó una de sus temblorosas manos y vio que la sangre había desaparecido.
Luego de abandonar el circuito de playas, avanzó algunas cuadras más e ingresó en una estación de servicio. Un trabajador, acurrucado en una colcha, dormía en una silla de plástico, junto al surtidor de combustible. Lo evadió y se estacionó frente al dispensador de aire para neumáticos. Al lado de su auto había otro que llevaba un letrero de taxi sobre el techo. En su interior, un hombre dormía con la ventana a medio abrir.
Se mordió los labios como anticipándose al llanto y recordó que durante su huida vio a alguien en el interior del auto. Su cabeza se alzó como un resorte, y miró el asiento trasero y el piso, sin encontrarlo. La imagen de un niño apareció en su mente como un destello y comprendió que era a él a quien vio dentro del auto. El pálido rostro y la sonrisa macabra le parecieron familiares. Se esforzó en recordar quién era, pero no pudo. El niño y los corazones cubriendo la playa, ¿habrían sido una pareidolia causada por la impresión que le causó el suicidio que presenció? Todo era demasiado y parecía ajeno a la realidad. ¿Estaba tan loca como el pasajero?
Puso las manos sobre el volante y miró al frente. Sobre la pared estaba escrita la frase «No fumar». Se bajó del auto y caminó al market de la estación de combustible. ¡Al carajo!, se dijo. Necesito un paquete de cigarrillos.


Capítulo 1 de la novela "Maga" de Daniel Collazos Bermúdez

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